Pocas veces se ha oído un tono tan
enérgico en la poesía femenina hispanoamericana, como el que surge de Poesía escogida[1]
de Ana Istarú. La suya es voz que remonta los vientos cargados de fluoruro de
carbono y choca contra el agujero abierto
por nuestra salvaje civilización en la capa de ozono. La única poeta que
recuerdo con un tono similar es la dominicana Salomé Ureña de Henríquez, cuyo vibrante
canto se convirtió en la conciencia de
su patria en la segunda mitad siglo diecinueve. La voz que escuchamos en los
poemas de Ana Istarú no es el piar lastimero del canario enjaulado, sino el grito
majestuoso del águila madre, del águila hembra, reafirmando su condición de
mujer libre, dadora de vida; subrayando los atributos de su sexo. La
costarricense es provocadora, segura de sí misma, una guerrera con ímpetus de
Diana Cazadora. El erotismo, que en las
poetas de comienzos del siglo XX era una marca de rebeldía, en ella se torna
una constante y adquiere matiz trascendental.
Es evidente el parentesco de Ana Istarú con
Delmira Agustini, con Alfonsina Storni y Gabriela Mistral, como ya ha observado
la crítica. De estas postmodernistas continúa la pasión neorromántica que brota
de sus versos como un chorro de agua púrpura. Y al igual que sucedió con ellas,
la búsqueda formal no es su objetivo. Más bien la ahoga un impulso comunicativo.
Pero la verdadera prosapia literaria de Ana Istarú proviene de la uruguaya
Juana de Ibarborou, una figura poética favorita de toda América Latina décadas atrás;
que hoy resulta empalidecida por sus contemporáneas mencionadas, más del gusto
feminista actual. Aunque no se debe olvidar que hubo en Ibarborou atisbos
feministas también. Frente a la vida trágica de sus contemporáneas, Juana opuso
una vida feliz, al parecer, satisfecha consigo misma y una poesía de la que
brota un panteísmo erótico. Estas son las calles a las que se aproxima Ana
Istarú, heredando de la uruguaya la visión optimista, la sensualidad y la dicha
de estar-en-el-mundo. No hay en sus versos ningún lugar para la depresión
paralizante; ella proyecta hasta las últimas consecuencias el erotismo de Agustini
y el de la Ibarborou.
Por otra parte, Algunos escritores afirman que la auténtica expresión del Caribe o
latinoamericana es barroca. Otros dicen que es mágico-realista o maravillosa. Así,
la literatura nuestra sería la única cuya esencia está determinada antes de ser
escrita. Poco importa que Pedro Henríquez Ureña demostró en su ensayo “Caminos
de nuestra historia literaria” (1925) la falacia de cualquier determinismo
geográfico en la literatura latinoamericana. Y si nos da por buscar movimientos
literarios genesíacos, la auténtica expresión del Caribe podría ser simbolista
o cualquier otra. Este movimiento sería el más apropiado para captar la asombrosa
luz del trópico, el fragor de los colores, el mar deslumbrante, el aroma de frutas que maduran
y decaen rápidamente y nos embriagan con su aroma. Igual sucede con la
influencia africana en la música caribeña, que según escribió en el siglo XVIII
el Padre Labat, dominico francés, une a
todo el Caribe. Hoy este pancaribeñismo melódico se manifiesta en el merengue colombiano,
lo mismo que en el dominicano, en la danza puertorriqueña y el danzón cubano,
entre otros. Dicho componente musical es el cinquillo
caribeño (por tener cinco compases), como lo llama Paul Austerlitz (60). Quizás por todo esto, el nicaragüense
Rubén Darío, un hijo del Caribe, es el poeta más destacado del modernismo. Algunos
de los elementos mencionados bien podrían aplicarse a la poesía de Ana Istarú. El
esplendor de sus textos parece conectarla con el modernismo, que a su vez se
nutrió del sentido de la luz y el color, y cuyas raíces se hunden en dos
movimientos franceses que lo antecedieron: el parnasianismo y el simbolismo.
Pero es inútil buscar en la poesía de Ana
Istarú cualquier tipo de musicalidad, al
estilo de Paul Verlaine, Rubén Darío o de Claude Debussy en Preludio a la siesta de un fauno, basado
en el poema homónimo de Mallarmé. Su poesía se acerca más al énfasis tonante de
Beethoven o a las guitarras eléctricas, cacofónicas, de los Beatles. Lo más próximo a una endecha que nos ofrece
Ana Istarú es el poema “De las doradas ubres”. Más que una canción de cuna, parece
parodiar (ironía y homenaje) la popular “La loba la loba le compró al lobito”; alguna
composición de Gabriela Mistral o “La nana de la cebolla” de Miguel Hernández.
El tono del poema es feroz. No se ofrece ninguna concesión al romanticismo
quejumbroso, ni al sentimentalismo modernista a lo Manuel Gutiérrez Nájera. El
oxímoron sirve para suavizar la nota chirriante y crear una composición de áspera
ternura: “No llores, bestia dulce, trino del hambre”. La lengua poética desciende
a la zona primordial del castellano, el mismo que resuena en las versiones de la
Biblia en este idioma: “Te daré teta, como la madre gata / con barriga de
ensueño, con mamas de franela”. La repetición del estribillo “No llores” cuatro
veces, acompañada por los vocativos “bestia, cachorro, ternero”, crea una
extraña atmósfera, y al final el hambre se vuelve ecuménica; quien llora es el
Hijo de la Mujer y del Hombre, reducido a una condición animal, y la prosopopeya
adquiere una índole singular: “No llores
más, oh hambre de la tierra” (143).
La riqueza cromática que
explota en los textos de Ana Istarú como una guanábana madura, no es de
carácter libresco. Responde a percepciones concretas de su entorno natal. Para
el sujeto lírico, la vida es una deflagración, la tierra, de un azul acuático.
El color rojo estalla a menudo en el
poema, se manifiesta a través de claveles, fuego, amapolas, así como, flama,
fresa… o se duplica en sinónimos: bermellón, bermejo; o reaparece por metonimia: en una palabra como “dragón”, o podrían
desembocar en deliciosos neologismos –“enfoguecido”, por ejemplo- que recuerdan al José Martí creador de estos
cuando era necesario. Es evidente que en Poesía
escogida el color rojo es un símbolo con múltiples significados. Indica
pasión y vitalidad, fuerza sexual y alegría de vivir, lo mismo que un
impulso beligerante y sensualidad
extrema. Esta última se manifiesta en alusiones a frutas carnosas, como son higos,
membrillos y almendras tropicales, a las que se suman sustancias como la miel. Todo
ello es sintetizado en la expresión “sexo rojo”, el cual se abre como una flor
obscena, cifra de ese erotismo inmanente.
Empiezo a creer que la dualidad eros/tánatos,
vida y muerte, genera toda buena poesía, y la de Ana Istarú no es la excepción.
Su libro más celebrado es Estación de la
fiebre, que exalta el erotismo con un tono infrecuente. Otra obra suya es La muerte y otros efímeros agravios, que
parece la antítesis del primero y donde el cromatismo se opaca. En realidad, las
dos obras se yuxtaponen y complementan. El erotismo adquiere categoría de
ritual sagrado, como en algunas comunidades primitivas; es un arma de combate
para reafirmar una vida por la que se cuela de vez en cuando la amenaza de la Ineludible:
“Para la muerte vine / para la muerte” (110). Ana Istarú resuelve el conflicto como
en algunas sectas antiguas, aceptando que la existencia es parte de un ciclo
sin fin, el comienzo de otra etapa. O de acuerdo con las teorías materialista o
panteístas, la poeta piensa que el cuerpo al final se transforma en carbono,
humus, flor, continuando un eterno proceso
que derrota a la muerte. Al final, la harina
de los huesos seguirá siendo quevedísimo polvo enamorado.
Lo erótico se convierte en antídoto contra
la muerte; es ritual imprescindible para la conservación de la especie. Por eso,
Ana Istarú se lanza a celebrar la procreación y sus atributos. Todo lo
relacionado con la reproducción adquiere suma importancia, tal como sucede con
el ciclo menstrual: “Cada luna mi vientre / se hace fuego y duraznos / y mi
sexo de amapolas / diminuto verano” (86). En el poema titulado “Anunciación” la
concepción adquiere un aire mariano, evangélico
(144). Cada niño es otro hijo de Dios. El pecado original ha sido borrado, pues
la Hija del Hombre nos reivindica a través del milagro de la preñez, que
adquiere proyección divina, cumpliéndose la profecía: “Entonces seréis como
Dios”. El parto es absolución que niega la maldición bíblica. Sus dolores se
neutralizan con el recuerdo del deleite sexual y el amor al compañero. El
alumbramiento es una celebración del privilegio femenino de continuar la vida, un
rito ambiguo de dolor y gozo. Más que sufrimiento, el parto, desata el orgullo
desafiante, la exultación espiritual:
Hola, dolor, bailemos.
Serás mi amante breve
en
este día . . .
Bailemos, qué más da . . .
y yo botando espuma por los pechos,
gozando al reyezuelo,
oliendo el grito de oro
del niño que parí (139).
El hombre no es un contrincante,
ni el patriarca tradicional que somete y maltrata a la mujer, como lo percibe
alguna corriente feminista. El varón es el aliado que permite la continuidad de
la especie y la derrota de la muerte. La poeta/voz lírica no puede ocultar su
satisfacción, y rinde pleitesía al compañero que ha posibilitado el milagro:
yo estaba enamorada y me reía
de
loca de centella de rodillas,
quería
besar el sexo el vellocino . . .
tomar
a mi criatura
correr a derrocharla por las calles (142).
Por lo dicho, el tema del alumbramiento es
determinante en la poética de Ana Istarú, culminando quizás en el poema “Ábrete
sexo”:
Ábrete sexo
como una flor que accede,
descorre las aldabas de tu ermita,
deja escapar
al nadador transido (135).
Aquí se despliega toda la fuerza
comunicativa de Ana Istarú. El apóstrofe y el tono imperativo asumen, por
tanto, la segunda persona, la voz dramática por excelencia. Unidos a la
repetición del verbo con enclítico, “ábrete”, lo mismo que la anáfora “no
detengas”, “no importa”, convierten el poema en un martinete, en un conjuro que
apresura el ciclo de la vida y la negación del vacío de la muerte:
Abre gallardamente
tus cálidas compuertas . . .
a este fruto rugoso
que va a hundirse en la luz con
arrebato,
a buscar como un ciervo con los ojos
cerrados
los pezones del aire, los dos senos
del día (136).
El proceso
culmina con la reafirmación de la vida humana, cuya depositaria es la mujer, la
Hija de Eva. La poeta costarricense ha comprendido la verdad que encierra el Cantar de los cantares: “Porque es fuerte
el amor como la muerte, y la pasión, tenaz como el infierno”. Entiende que
entre la mujer y la Inexorable se produce una lucha constante, de la cual depende la supervivencia del género
humano. A la protagonista poemática no le importa involucionar con tal de obtener
su objetivo. No le importa convertirse en hembra airada y vengativa o
asimilarse a las lobas celosas y a las leonas cazadoras, apelando a todos los
instintos e invirtiendo los términos de la prosopopeya:
Yo, la marsupial,
la roedora,
la que no tiene tregua . . .
yo, la hembra fiera,
la traidora,
la taimada,
la que a la muerte ha echado
a perder
su
cacería (132).
Esta es la suprema lección que ofrece la
poesía de Ana Istarú: es verdad que la muerte existe, que no hay forma de
evitar su zarpazo. Pero la mujer no tiene menos poder que la Inexorable, ya que
puede aplastar su cabeza de serpiente con el don divino de la maternidad. Por
esta gracia, la mujer se convierte en reina indudable de la Creación. El
erotismo adquiere una nueva categoría, se torna trascendental. Y Ana Istarú se
perfila como heredera del optimismo romántico o renacentista, lo cual, por
supuesto, no significa ingenuidad. La poeta es consciente de la presencia del
mal. No vive a ciegas: en medio de la exaltación vital de sus poemas se cuelan,
como ráfagas de ametralladora, alusiones a los problemas de nuestro tiempo.
Además del hambre, se mencionan las guerras fratricidas que asuelan
Centroamérica, aliadas de la corrosión de la muerte, que su poesía ataca con
ardor; al igual que la violencia contra la mujer:
un hombre que golpea a una mujer
mide su puño
sobre un estambre vítreo perturbable
fracturable
sobre cálcareas floras y osamentas . .
.
un
hombre que golpea a una mujer
asciende
hacia la nada
está vencido (100-01).
Se dice que casi todos los poetas temen a
la muerte. En algunos casos esta condición asume ribetes neuróticos. Tal sucedía
con Juan Ramón Jiménez, el Premio Nobel español, que desde su más temprana
juventud vivió obsesionado con la Inexorable. Pero como dije ya, en la poesía
de Ana Istarú la pugna vida/muerte adquiere un cariz singular y recuerda el
poema “Rebelde” de Ibarborou en que la protagonista atraviesa el río Leteo
cantando, y termina por seducir a Caronte, el barquero de la Muerte. El sujeto
en los poemas de Ana Istarú asume la misma actitud desafiante:
soy animal
terrena
efímera por tanto
pero juro tomarle las muñecas
sollozando
mirando a gritos
el pedacito de aire que abandono
la
luz a mis espaldas
y todo cuanto quise
voy a batirme
echándole
a perder su regocijo (110).
No estamos aquí ante la conformidad
al estilo de las coplas de Jorge Manrique, ni mucho menos se trata de la medieval Danza de la Muerte, donde esta tiene
la última palabra. El amor a la vida
intenta anular la resignación y la inermidad del ser humano cara a la Impostergable.
El sujeto lírico sabe que la vida es difícil, pero como los renacentistas,
comprende que es una experiencia maravillosa, la única que los dioses nos conceden.
El siglo XX se caracterizó en literatura
por la constante ruptura con los movimientos precedentes –propio de la
modernidad-, por el afán de novedad. Tanto que, según el filósofo argentino
José Manuel Sebreli, la búsqueda obsesiva de la originalidad absoluta lleva este
movimiento a ser incomprensible; renuncia a la comunicación con el público y
elige ser elitista y a veces incluso solipsista para goce de su propio creador.
Además, conduce a la falsa conclusión de
que la incomprensión es inherente a toda
gran obra de arte, que el aburrimiento es signo innegable de valor, y el
público ha debido adaptarse a ese tedio (368-70).
En cambio, Ana Istarú ha creado una poesía
de cuya permanencia nadie duda, sin que haya en la poeta ninguna obsesión
formal. Es verdad que en algunos momentos prescinde de la puntuación y las
mayúsculas –técnicas vanguardistas-, pero con frecuencia su poesía se acerca a estrofas
clásicas, ensayando la métrica tradicional, el octosílabo y la rima asonante
incluso. Así mismo su lengua poética nos recuerda la tradición española, a la Generación
del 27 y a las poetas postmodernistas de Hispanoamérica. La originalidad de Ana
Istarú la determinan su vitalidad y optimismo, que la conducen a modificar
cualquier tema que toque, dándole un nuevo giro y presentándolo ante nuestros
ojos desde una perspectiva novedosa.
No sorprende entonces que una de las
figuras literarias más abundantes en los textos de Ana Istarú sea la anáfora, que
surge de una gran compulsión comunicativa. Otro de sus recursos favoritos es la
alegoría –muy del gusto medieval-, cuya gran plasticidad sirve para conferirles
concreción a las ideas obsesivas, sobre todo a la muerte, la enemiga solapada,
que es necesario identificar para tenerla a raya. La prosopopeya es otra valiosa figura usada en
los poemas, que a veces recorre un camino inverso y va de lo animal a lo
humano, pero la clave sagrada, es el amor; el sentimiento que subyace en todo
el tinglado poético, lo que impulsa a las parejas al tálamo nupcial, a la
fiesta del sexo y por último genera el milagro de la concepción y, en
consecuencia, el parto, y la supervivencia humana. Así, el erotismo
todopoderoso adquiere una dimensión muy original en estos poemas. Ana
Istarú más que una rebelde, es la portavoz de la mujer nueva, anunciada por las
postmodernistas de comienzos del siglo XX, y que acaba de nacer entre nosotros.
Notas
1
Por comodidad metodológica, analizaré
el libro como si se tratara de una obra única, en vez de una antología.
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