miércoles, 7 de octubre de 2009

Ana Istarú en tono mayor (ensayo por Miguel Aníbal Perdomo)



 Ana Istarú
                                                     


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     Pocas veces se ha oído un tono tan enérgico en la poesía femenina hispanoamericana, como el que surge de Poesía escogida[1] de Ana Istarú. La suya es voz que remonta los vientos cargados de fluoruro de carbono y choca contra el  agujero abierto por nuestra salvaje civilización en la capa de ozono. La única poeta que recuerdo con un tono similar es la dominicana Salomé Ureña de Henríquez, cuyo vibrante canto se convirtió en  la conciencia de su patria en la segunda mitad siglo diecinueve. La voz que escuchamos en los poemas de Ana Istarú no es el piar lastimero del canario enjaulado, sino el grito majestuoso del águila madre, del águila hembra, reafirmando su condición de mujer libre, dadora de vida; subrayando los atributos de su sexo. La costarricense es provocadora, segura de sí misma, una guerrera con ímpetus de Diana Cazadora.  El erotismo, que en las poetas de comienzos del siglo XX era una marca de rebeldía, en ella se torna una constante y adquiere matiz trascendental.
     Es evidente el parentesco de Ana Istarú con Delmira Agustini, con Alfonsina Storni y Gabriela Mistral, como ya ha observado la crítica. De estas postmodernistas continúa la pasión neorromántica que brota de sus versos como un chorro de agua púrpura. Y al igual que sucedió con ellas, la búsqueda formal no es su objetivo. Más bien la ahoga un impulso comunicativo. Pero la verdadera prosapia literaria de Ana Istarú proviene de la uruguaya Juana de Ibarborou, una figura poética favorita de toda América Latina décadas atrás; que hoy resulta empalidecida por sus contemporáneas mencionadas, más del gusto feminista actual. Aunque no se debe olvidar que hubo en Ibarborou atisbos feministas también. Frente a la vida trágica de sus contemporáneas, Juana opuso una vida feliz, al parecer, satisfecha consigo misma y una poesía de la que brota un panteísmo erótico. Estas son las calles a las que se aproxima Ana Istarú, heredando de la uruguaya la visión optimista, la sensualidad y la dicha de estar-en-el-mundo. No hay en sus versos ningún lugar para la depresión paralizante; ella proyecta hasta las últimas consecuencias el erotismo de Agustini y el de la Ibarborou.    
     Por otra parte, Algunos escritores afirman  que la auténtica expresión del Caribe o latinoamericana es barroca. Otros dicen que es mágico-realista o maravillosa. Así, la literatura nuestra sería la única cuya esencia está determinada antes de ser escrita. Poco importa que Pedro Henríquez Ureña demostró en su ensayo “Caminos de nuestra historia literaria” (1925) la falacia de cualquier determinismo geográfico en la literatura latinoamericana. Y si nos da por buscar movimientos literarios genesíacos, la auténtica expresión del Caribe podría ser simbolista o cualquier otra. Este movimiento sería el más apropiado para captar la asombrosa luz del trópico, el fragor de los colores, el mar  deslumbrante, el aroma de frutas que maduran y decaen rápidamente y nos embriagan con su aroma. Igual sucede con la influencia africana en la música caribeña, que según escribió en el siglo XVIII el  Padre Labat, dominico francés, une a todo el Caribe. Hoy este pancaribeñismo melódico se manifiesta en el merengue colombiano, lo mismo que en el dominicano, en la danza puertorriqueña y el danzón cubano, entre otros. Dicho componente musical es el cinquillo caribeño (por tener cinco compases), como lo llama Paul Austerlitz (60). Quizás por todo esto, el nicaragüense Rubén Darío, un hijo del Caribe, es el poeta más destacado del modernismo. Algunos de los elementos mencionados bien podrían aplicarse a la poesía de Ana Istarú. El esplendor de sus textos parece conectarla con el modernismo, que a su vez se nutrió del sentido de la luz y el color, y cuyas raíces se hunden en dos movimientos franceses que lo antecedieron: el parnasianismo y el simbolismo.
     Pero es inútil buscar en la poesía de Ana Istarú cualquier tipo de  musicalidad, al estilo de Paul Verlaine, Rubén Darío o de Claude Debussy en Preludio a la siesta de un fauno, basado en el poema homónimo de Mallarmé. Su poesía se acerca más al énfasis tonante de Beethoven o a las guitarras eléctricas, cacofónicas, de los Beatles.  Lo más próximo a una endecha que nos ofrece Ana Istarú es el poema “De las doradas ubres”. Más que una canción de cuna, parece parodiar (ironía y homenaje) la popular “La loba la loba le compró al lobito”; alguna composición de Gabriela Mistral o “La nana de la cebolla” de Miguel Hernández. El tono del poema es feroz. No se ofrece ninguna concesión al romanticismo quejumbroso, ni al sentimentalismo modernista a lo Manuel Gutiérrez Nájera. El oxímoron sirve para suavizar la nota chirriante y crear una composición de áspera ternura: “No llores, bestia dulce, trino del hambre”. La lengua poética desciende a la zona primordial del castellano, el mismo que resuena en las versiones de la Biblia en este idioma: “Te daré teta, como la madre gata / con barriga de ensueño, con mamas de franela”. La repetición del estribillo “No llores” cuatro veces, acompañada por los vocativos “bestia, cachorro, ternero”, crea una extraña atmósfera, y al final el hambre se vuelve ecuménica; quien llora es el Hijo de la Mujer y del Hombre, reducido a una condición animal, y la prosopopeya adquiere  una índole singular: “No llores más, oh hambre de la tierra” (143).
     La riqueza cromática que explota en los textos de Ana Istarú como una guanábana madura, no es de carácter libresco. Responde a percepciones concretas de su entorno natal. Para el sujeto lírico, la vida es una deflagración, la tierra, de un azul acuático. El color rojo estalla  a menudo en el poema, se manifiesta a través de claveles, fuego, amapolas, así como, flama, fresa… o se duplica en sinónimos: bermellón, bermejo; o reaparece por  metonimia: en una palabra como “dragón”, o podrían desembocar en deliciosos neologismos –“enfoguecido”, por ejemplo-  que recuerdan al José Martí creador de estos cuando era necesario. Es evidente que en Poesía escogida el color rojo es un símbolo con múltiples significados. Indica pasión y vitalidad, fuerza sexual y alegría de vivir, lo mismo que un impulso  beligerante y sensualidad extrema. Esta última se manifiesta en alusiones a frutas carnosas, como son higos, membrillos y almendras tropicales, a las que se suman sustancias como la miel. Todo ello es sintetizado en la expresión “sexo rojo”, el cual se abre como una flor obscena, cifra de ese erotismo inmanente.
     Empiezo a creer que la dualidad eros/tánatos, vida y muerte, genera toda buena poesía, y la de Ana Istarú no es la excepción. Su libro más celebrado es Estación de la fiebre, que exalta el erotismo con un tono infrecuente. Otra obra suya es La muerte y otros efímeros agravios, que parece la antítesis del primero y donde el cromatismo se opaca. En realidad, las dos obras se yuxtaponen y complementan. El erotismo adquiere categoría de ritual sagrado, como en algunas comunidades primitivas; es un arma de combate para reafirmar una vida por la que se cuela de vez en cuando la amenaza de la Ineludible: “Para la muerte vine / para la muerte” (110). Ana Istarú resuelve el conflicto como en algunas sectas antiguas, aceptando que la existencia es parte de un ciclo sin fin, el comienzo de otra etapa. O de acuerdo con las teorías materialista o panteístas, la poeta piensa que el cuerpo al final se transforma en carbono, humus, flor, continuando un  eterno proceso que derrota a la muerte. Al final, la harina  de los huesos seguirá siendo quevedísimo polvo enamorado.
     Lo erótico se convierte en antídoto contra la muerte; es ritual imprescindible para la conservación de la especie. Por eso, Ana Istarú se lanza a celebrar la procreación y sus atributos. Todo lo relacionado con la reproducción adquiere suma importancia, tal como sucede con el ciclo menstrual: “Cada luna mi vientre / se hace fuego y duraznos / y mi sexo de amapolas / diminuto verano” (86). En el poema titulado “Anunciación” la concepción adquiere un aire  mariano, evangélico (144). Cada niño es otro hijo de Dios. El pecado original ha sido borrado, pues la Hija del Hombre nos reivindica a través del milagro de la preñez, que adquiere proyección divina, cumpliéndose la profecía: “Entonces seréis como Dios”. El parto es absolución que niega la maldición bíblica. Sus dolores se neutralizan con el recuerdo del deleite sexual y el amor al compañero. El alumbramiento es una celebración del privilegio femenino de continuar la vida, un rito ambiguo de dolor y gozo. Más que sufrimiento, el parto, desata el orgullo desafiante, la exultación espiritual:
         Hola, dolor, bailemos.
         Serás mi amante breve
         en este día . . .
             
         Bailemos, qué más da . . .
             
         y yo botando espuma por los pechos,
         gozando al reyezuelo,
         oliendo el grito de oro
         del niño que parí (139).
El hombre no es un contrincante, ni el patriarca tradicional que somete y maltrata a la mujer, como lo percibe alguna corriente feminista. El varón es el aliado que permite la continuidad de la especie y la derrota de la muerte. La poeta/voz lírica no puede ocultar su satisfacción, y rinde pleitesía al compañero que ha posibilitado el milagro:
         yo estaba enamorada y me reía
         de loca de centella de rodillas,
         quería besar el sexo el vellocino  . . .
         tomar a mi criatura
         correr a derrocharla por las calles (142).
     Por lo dicho, el tema del alumbramiento es determinante en la poética de Ana Istarú, culminando quizás en el poema “Ábrete sexo”:
         Ábrete sexo
         como una flor que accede,
         descorre las aldabas de tu ermita,
         deja escapar
         al nadador transido (135).
Aquí se despliega toda la fuerza comunicativa de Ana Istarú. El apóstrofe y el tono imperativo asumen, por tanto, la segunda persona, la voz dramática por excelencia. Unidos a la repetición del verbo con enclítico, “ábrete”, lo mismo que la anáfora “no detengas”, “no importa”, convierten el poema en un martinete, en un conjuro que apresura el ciclo de la vida y la negación del vacío de la muerte:
         Abre gallardamente
         tus cálidas compuertas . . .
         a este fruto rugoso
         que va a hundirse en la luz con arrebato,
         a buscar como un ciervo con los ojos cerrados                  
         los pezones del aire, los dos senos del día (136).
     El  proceso culmina con la reafirmación de la vida humana, cuya depositaria es la mujer, la Hija de Eva. La poeta costarricense ha comprendido la verdad que encierra el Cantar de los cantares: “Porque es fuerte el amor como la muerte, y la pasión, tenaz como el infierno”. Entiende que entre la mujer y la Inexorable se produce una lucha constante, de la  cual depende la supervivencia del género humano. A la protagonista poemática no le importa involucionar con tal de obtener su objetivo. No le importa convertirse en hembra airada y vengativa o asimilarse a las lobas celosas y a las leonas cazadoras, apelando a todos los instintos e invirtiendo los términos de la prosopopeya:
         Yo, la marsupial,
         la roedora,
         la que no tiene tregua . . .


         yo, la hembra fiera,
         la traidora,
         la taimada,
         la que a la muerte ha echado
         a perder
         su cacería (132).
     Esta es la suprema lección que ofrece la poesía de Ana Istarú: es verdad que la muerte existe, que no hay forma de evitar su zarpazo. Pero la mujer no tiene menos poder que la Inexorable, ya que puede aplastar su cabeza de serpiente con el don divino de la maternidad. Por esta gracia, la mujer se convierte en reina indudable de la Creación. El erotismo adquiere una nueva categoría, se torna trascendental. Y Ana Istarú se perfila como heredera del optimismo romántico o renacentista, lo cual, por supuesto, no significa ingenuidad. La poeta es consciente de la presencia del mal. No vive a ciegas: en medio de la exaltación vital de sus poemas se cuelan, como ráfagas de ametralladora, alusiones a los problemas de nuestro tiempo. Además del hambre, se mencionan las guerras fratricidas que asuelan Centroamérica, aliadas de la corrosión de la muerte, que su poesía ataca con ardor; al igual que la violencia contra la mujer:
         un hombre que golpea a una mujer
         mide su puño
         sobre un estambre vítreo perturbable
         fracturable
         sobre cálcareas floras y osamentas . . .

         un hombre que golpea a una mujer
         asciende
         hacia la nada

         está vencido (100-01).
    
     Se dice que casi todos los poetas temen a la muerte. En algunos casos esta condición asume ribetes neuróticos. Tal sucedía con Juan Ramón Jiménez, el Premio Nobel español, que desde su más temprana juventud vivió obsesionado con la Inexorable. Pero como dije ya, en la poesía de Ana Istarú la pugna vida/muerte adquiere un cariz singular y recuerda el poema “Rebelde” de Ibarborou en que la protagonista atraviesa el río Leteo cantando, y termina por seducir a Caronte, el barquero de la Muerte. El sujeto en los poemas de Ana Istarú asume la misma actitud desafiante:
         soy animal
         terrena
         efímera por tanto
          
         pero juro tomarle las muñecas
         sollozando
         mirando a gritos
         el pedacito de aire que abandono
         la  luz a mis espaldas
         y todo cuanto quise

         voy a batirme
         echándole a  perder su regocijo (110).       
No estamos aquí ante la conformidad al estilo de las coplas de Jorge Manrique, ni mucho menos se trata de la  medieval Danza de la Muerte, donde esta tiene la última palabra.  El amor a la vida intenta anular la resignación y la inermidad del ser humano cara a la Impostergable. El sujeto lírico sabe que la vida es difícil, pero como los renacentistas, comprende que es una experiencia maravillosa, la única que los dioses nos conceden.   
      El siglo XX se caracterizó en literatura por la constante ruptura con los movimientos precedentes –propio de la modernidad-, por el afán de novedad. Tanto que, según el filósofo argentino José Manuel Sebreli, la búsqueda obsesiva de la originalidad absoluta lleva este movimiento a ser incomprensible; renuncia a la comunicación con el público y elige ser elitista y a veces incluso solipsista para goce de su propio creador. Además, conduce a  la falsa conclusión de que la incomprensión es inherente  a toda gran obra de arte, que el aburrimiento es signo innegable de valor, y el público ha debido adaptarse a ese tedio (368-70).    
     En cambio, Ana Istarú ha creado una poesía de cuya permanencia nadie duda, sin que haya en la poeta ninguna obsesión formal. Es verdad que en algunos momentos prescinde de la puntuación y las mayúsculas –técnicas vanguardistas-, pero con frecuencia su poesía se acerca a estrofas clásicas, ensayando la métrica tradicional, el octosílabo y la rima asonante incluso. Así mismo su lengua poética nos recuerda la tradición española, a la Generación del 27 y a las poetas postmodernistas de Hispanoamérica. La originalidad de Ana Istarú la determinan su vitalidad y optimismo, que la conducen a modificar cualquier tema que toque, dándole un nuevo giro y presentándolo ante nuestros ojos desde una perspectiva novedosa.
     No sorprende entonces que una de las figuras literarias más abundantes en los textos de Ana Istarú sea la anáfora, que surge de una gran compulsión comunicativa. Otro de sus recursos favoritos es la alegoría –muy del gusto medieval-, cuya gran plasticidad sirve para conferirles concreción a las ideas obsesivas, sobre todo a la muerte, la enemiga solapada, que es necesario identificar para tenerla a raya.  La prosopopeya es otra valiosa figura usada en los poemas, que a veces recorre un camino inverso y va de lo animal a lo humano, pero la clave sagrada, es el amor; el sentimiento que subyace en todo el tinglado poético, lo que impulsa a las parejas al tálamo nupcial, a la fiesta del sexo y por último genera el milagro de la concepción y, en consecuencia, el parto, y la supervivencia humana. Así, el erotismo todopoderoso adquiere una dimensión muy original en estos poemas. Ana Istarú más que una rebelde, es la portavoz de la mujer nueva, anunciada por las postmodernistas de comienzos del siglo XX, y que acaba de nacer entre nosotros. 

Notas
1         Por comodidad metodológica, analizaré el libro como si se tratara de una obra única, en vez de una antología.

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