Por Efraim Castillo
CADA REUNIÓN CON Armando Almánzar Botello se convierte en una ascensión hacia el límite de los razonamientos, hacia esa zona en donde se corre el peligro de atascarse en el desagüe donde se quiebra la episteme, o si se tiene menudo para devolver, introducirse con cuidado, ¡con mucho cuidado!, en el tabernáculo donde se sientan a intercambiar genialidades los pensadores, artistas y relatores del libro-mundo, el gran archivo de la sabiduría, que es donde se registran los grandes saltos de la historia.
Armando Almánzar Botello.
En ese altar a donde hay que ascender para blandir un tú-a-túcon Armando, pueden representarse los más atrevidos diálogos con Lacan, Levi-Strauss, Baudrillard, Bloch, Adorno, Deleuze, Barthes, Guattari, Nietzsche, Heidegger, Benjamin, Mauss, Erasmo de Rotterdam y otros, por uno de los lados, y Bacon, Da Vinci, Picasso, De Kooning, Bense, Pollock, Siqueiros y Magritte, por otro; mientras en el background acechan Kafka, Shakespeare, Tolstoi, Cortázar, Sartre y el inefable Borges, para acentuar las contradicciones y sospechas de que los pasados griego y romano están a punto de expirar, tras una prescripción de ultramodernismo a ultranza.
Pero lo crucial en la representación de la escena donde Armando establece el pattern, la configuración del diálogo, es cuando él extrae de su numen una relación fragmentaria de aforismos y, con la maestría de un inquisidor consuetudinario, lanza sin protocolos y sin prisa, sus metáforas abisales, esos tropos ahítos de significaciones que siempre exploran los confines del pensamiento humano y las representaciones en donde han dado saltos… con tropiezos y caídas.
Asimismo, en las reuniones con Armando oscila algo peligroso, y es cuando éstas se convierten en una no-reunión, en una desambiguación donde lo polisémico se controla a través de lo vital, de la esencia que fluye desde la misma organicidad contextual a que el filósofo somete sus angustias, como cuando en la pasada Semana Santa sufrió una caída que convirtió, ipso facto, en sustancia apta para reivindicar la poética:
“La magulladura proteiforme que se me presenta como efecto de la caída que sufrí en mi casa la pasada Semana Santa, se ha tornado en mi muslo izquierdo de un color morado-sanguinolento y se extiende sigilosamente hacia la región del pubis”.
Así, como un pretexto para explayarse hacia las interrogantes que han motivado su propio discurso, Almánzar Botello sigue —como Ernst Bloch— las huellas que estructuran su auto-narración, sus alegatos históricos, inverosímiles, sarcásticos, pluridimensionales y aleatorios, para ensamblar una poética configuradora de sí mismo:
“Aparece, ahora, sorpresivamente, una maravillosa y surrealista confección carnal o novísimo diseño plástico en el pubis. Mi cuerpo intensivo palpita en proceso... Junto con los trazos de improviso polícromos en el dolorido muslo contuso, estos cambiantes diagramas abstractos ofrecerían, a la minuciosa inspección estética de un Max Bense, el coeficiente de tensión angular que implacable sugiere, al ojo sensible del artista, por supuesto, el esplendor de los cuadros siempre actuales de Arshile Gorky, Jackson Pollock y Willem de Kooning”.
Que alguien me diga, o me grite, o me corrija, si no resulta una verdadera proeza el convertir una singularidad fenomenológica, surgida ésta desde el aposento de la propia zozobra, en un texto que abate, desintegra y pervierte el dolor, convirtiéndolo en pasión e historia!
“En este interesante caso del accidente, resbalón o caída desde mis propios pies, la tela viva, palpitante, dolorida, es mi piel en convulsión estético-traumática. Mi propio esqueleto estremecido sería el caballete y el marco oparergon. El artista podría ser Dios, mi Mujer, el Agua derramada en el piso, el Golpe, o el Azar. ¿O quizá yo mismo, por distraído, pero me da vergüenza reconocerlo? No obstante, se requiere de una voluntad formal que oriente y seleccione los acontecimientos...”
Lo verosímil de La caída de Armando —y la probabilidad de su conversión en un punctum donde aflore el aura estremecida de Benjamín—, se basa en lo abisal, en el estremecimiento que despeja la sospecha del alarde, del sarcasmo, convirtiendo el texto en una estética donde lo imaginario del dolor se convierte en rito.
Abril, 2010.
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