viernes, 18 de junio de 2010

El señor Spencer y el señor Del Cabral


"[...] Llueve angustia en este cielo. / Hacia el fondo y lentamente llueve pena en los espejos, / huesos blancos y palabras. / Odelisa como el viento por las calles de Manhattan. / Limpio y hondo su recuerdo. / Unicornio desatado de las manos se me escapa. / Virgen negra que me huye incandescente por los labios luz de incendio hacia las venas. / Agua pura de mi alma. / Mía sangre anochecida, / la que ondula en su recóndita distancia reservada. // Odelisa sonriente por las calles de Manhattan: / paloma del invierno, / grito alto en la mañana. / Su recuerdo resplandece la pureza de una espada, / luz de ángel por la herida. / Sus pasos de mujer dejan huellas en la luna, / en la gélida tormenta de New York y en mi memoria. // Odelisa veloz o detenida. / En el vértigo del tren el misterio suspendido. / Su cuerpo es la promesa irrepetible de su cuerpo. / Su sexo es el fulgor de un astro indescifrable... // La luz ya se derrumba. [...]"  

Armando Almánzar-Botello. Fragmento del Poema ODELISA. Agosto de 1986. Santo Domingo, República Dominicana.
                                                                 
Hotel Restaurante El Conde



Por Armando Almánzar Botello


A Camelia Michel



En cierta memorable ocasión, aproximadamente a las seis de la tarde de un mágico viernes perdido en mitad de los años ochenta, departía yo en El Palacio de la Esquizofrenia -comercio situado frente al Parque Colón, adyacente a la Catedral de Santo Domingo-, con mis admirados y queridos amigos los fallecidos poetas Manuel del Cabral y Antonio Fernández Spencer. Un pequeño coro de tunantes, distribuido en varias mesas aledañas a la que ocupábamos, recibía frívolamente el resplandor de nuestra conversación, incidentándola con torpes preguntas y ávidas peticiones de mediopollos, derretidos de queso y cervezas.

La referida denominación surrealista Palacio de la Esquizofrenia, para aludir al establecimiento que hoy todavía expende en el mismo lugar bebidas alcohólicas, comidas y café, y cuyos tres pisos superiores se convirtieron, además, desde hace casi una década, en un notable hotel turístico de la Zona Colonial de Santo Domingo, es ahora utilizada corrientemente por escritores, artistas e intelectuales, (y en particular lo fue por el fallecido polígrafo y estilista, poeta y admirado amigo Enriquillo Sánchez, quien prácticamente se la apropió con la legítima inocencia del genuino creador que no busca sino que encuentra), para mencionar a ese bar-restaurante cuyo verdadero nombre es Cafetería El Conde, por encontrarse ubicado en esta vieja, recoleta y "postmoderna" calle de la ciudad antigua, casi convertida hoy, por efecto de la barbarie urbanística -mera punta de un iceberg innombrable-, en desaliñado Parque Temático... 

En honor a la verdad, debo decir que yo y sólo yo rebauticé de ese modo a la Cafetería El Conde: Palacio de la Esquizofrenia, allá por el lejano año de 1980. La llamé así por los extraños, kafkianos, beckettianos, oníricos, circenses y muy pintorescos personajes que la visitaban, incluyéndome a mí mismo, aunque perdí luego la autoría del nombre al no registrarlo en ningún escrito dado a la luz pública oportunamente... 

Esta calamidad les ocurría en esos años -hasta con los poemas, prosas y reflexiones más hondas-, a ciertos individuos lentos en el acto de publicar su escritura, que después de haber leído, ensayado y dramatizado en algunos reducidos corrillos sus más caras creaciones e ideas, las veían retornar públicamente de la mano de cerebros memorizadores, prodigiosos y sin escrúpulos judeo-cristianos, que se las habían apropiado ya para siempre en irrevocable matrimonio de tinta oportunista... 

Digo que esto es asunto del pasado, el plagio, por el hecho simple de que ya en nuestra civilizada era "postmoderna", con instituciones muy activas que defienden los Derechos del Autor, no ocurre nada semejante a las bárbaras apropiaciones y expropiaciones de la letra -y del espíritu- que caracterizaron a la actividad literaria del pasado milenio dominicano...

Ahora todo es cultura global, colectiva, planetaria, cibernética, patrimonio de la humanidad gracias a la maravilla de la Internet... Regulado todo limpiamente por las leyes del mercado. Las ideas de plagio y originalidad se han modificado profundamente en las universidades de Estados Unidos. ¡Claro, como efecto de una vieja y sostenida influencia francesa!... Todo está hoy muy organizado en esta maravillosa reedición de la Sociedad del Espectáculo, así denominada hace años por Guy Debord. Muchos escritores de nuestro país, antiguos militantes de la creencia en la ética del Autor, hasta perciben actualmente honorarios por "regalar" al mundo sus brillantes ideas... ¡En fin: viento en popa! 

Recuerdo como ahora que la mañana en que se me ocurrió el nombre Palacio de la Esquizofrenia, tenía yo sobre mi mesa en la mencionada cafetería un libro de Aaron Esterson, Dialéctica de la locura -todavía la antipsiquiatría daba sus últimos aletazos, parcialmente renovada con el oxígeno del pensamiento de Jacques Lacan y su Escuela-, y me encontraba en compañía del poeta y filósofo Antonio Fernández Spencer, uno de los protagonistas de la brevísima historia que relataré un poquito más adelante, si tu benevolencia lo permite, amable lector.

El poeta celebró y asumió de inmediato mi hallazgo verbal: -¡Palacio de la Esquizofrenia! ¡Palacio de la Esquizofrenia!- repetía una y otra vez Spencer, con su voz más vibrante y mayestática, como quien medía la magnitud de un gran descubrimiento. 

Así las cosas, estuvimos entonces bromeando largo rato mientras efectuábamos un supuesto proceso psiquiátrico/psicoanalítico de diagnóstico diferencial para cada uno de los inocentes parroquianos allí presentes, convertidos por nuestro negro humor, sin ellos sospecharlo, en interesantes y peligrosos pacientes psiquiátricos. 

De repente, Spencer me dijo con cierto aire de perspicacia latina en la mirada y en los gestos:

-En sus Meditaciones, Descartes creía que sed amentes sunt isti (algo así como: los locos son ellos), mas ahora yo pienso que los locos somos nosotros... ¡y Descartes!...

Acto seguido, el poeta y yo reímos como verdaderos delirantes y alucinados hasta llamar la atención extrañada de muchos parroquianos, entre ellos, la de Don Chito Henríquez, historiador, pariente cercano de Pedro Henríquez Ureña, luchador anti-trujillista y profesor universitario,  que anidaba regular y democráticamente en la mesa de un rincón del establecimiento, para almorzar casi siempre puré de papas con pollo asado y luego tomar su cafecito, cuerdo y discreto, entre la fauna heterogénea de la cafetería alucinante. Recuerdo que Don Chito, a quien también profesé siempre un gran afecto, dirigiéndose con ironía a Fernández Spencer al escuchar nuestras desaforadas carcajadas, le dijo: -¡Spencer, ah ustedes los jóvenes, irreverentes!- El poeta Spencer batió palmas y respondió como el anciano Falstaff de Shakespeare: "¡Nos odian a nosotros los jóvenes!" 

En verdad, formábamos una extraña y esperpéntica pareja: Yo, un joven y flaco Apolo mulato, de apariencia presumida, estirada y manierista, y el Maestro Spencer, un anciano jorobado, con blanca melena orlada de calvicie, gesticulante y paradójicamente vivaz como un Macho Cabrío, como un Toro Dionisíaco de la antigua Grecia o como el Gnomo Sabio salido del Pensamiento Cabalístico...
Pero, ¡basta ya de digresiones!

Aunque no estoy armando un cuento con todas las de la ley porque me da mucha risa, debo reconocer que esa es otra historia, la del real inventor del Palacio de la Esquizofrenia, original relato que luego, en su justo momento, tendré la oportunidad de narrar para esclarecer un poco, quizá, el enigma del verdadero autor de La Ilíada y La Odisea...

Como ya he dejado dicho al principio de mi escrito, -¡escúchame de nuevo lector, esto no es un cuento!- nos acompañaba en la aludida tertulia vespertina -la cual funcionaba casi siempre como encuentro de tanteo para saltos etílico/metafísicos de mayor envergadura-, la usual comparsa de sicofantes de las letras, cagatintas y "lambetragos" a tiempo completo, que habitualmente se encuentran destinados a ser ominoso telón de fondo en las más interesantes y prometedoras historias. Como es natural, ellos llevaban la voz cantante hablando tonterías y estimulando la secreta discordia, la mutua admiración inconfesable o "enamorodiamiento" que siempre existió entre nuestros dos grandes poetas.

Don Cunito, es decir, Don Manuel, cuando hablábamos en privado, lejos de los "hombres de tragos" sin real interés por la literatura y que muchas veces nos rodeaban y acosaban hasta la náusea, llamaba a Spencer "tu amigo el Profesor", y afirmaba que el autor de El retorno de Ulises no superaba la mera corrección poética, porque, según Don Manuel, no tenía verdadero duende: "se lo mató el logos griego", decía el autor de Compadre Mon entre carcajadas.

Spencer, por su parte, en muchas ocasiones en que conversábamos animadamente sobre temas de poética, arte y filosofía, se interrumpía de repente, suspendido el vaso de cerveza en su diestra, y me decía muy exaltado: "¡Poeta grande es Franklin Mieses Burgos, ¡coño!, que borda en su canto el sentir más íntimo, pero también lo que aprendió en los griegos, en Hölderlin, en Rilke  y en Nietzsche!". Y acto seguido añadía: "¿Qué puede enseñarme a mí poéticamente Cunito Cabral, un simple versificador intuitivo, meritorio, sí, por su genio natural, espontáneo, pero que no sabe discurrir filosóficamente sin caer en puerilidades?". Yo me limitaba a guardar silencio. Nunca critiqué al ausente cuando me encontraba en compañía de su "amoroso" adversario.

En la ocasión a que me refería al principio de este breve relato anecdótico, estábamos reunidos, mansos y cimarrones.

Don Manuel, con la angélica arrogancia infantil que lo caracterizaba en ocasiones, decía que, después de Pedro Henríquez Ureña y de Juan Bosch, la figura literaria dominicana más conocida fuera del país era justamente él: Manuel del Cabral. Todos los presentes, menos yo, se rieron a mandíbula envidiosa, batiente  y resentida.

Fernández Spencer escuchaba, agazapado peligrosamente, con su rostro más afilado, jovial y guerrero que nunca. Ardiendo por dentro en fría y lúdica furia abstracta.

Cuando todos los concurrentes pensaban que la  envidiada y temible figura del poeta y filósofo Premio Adonáis, había sido vapuleada de modo irreversible por las gráciles y puras declaraciones de Don Manuel, Fernández Spencer desató de improviso un fuerte golpe sobre el tablón de madera, con los nudillos de su puño derecho, y dijo: ¡Yo me conformo con ser el mejor poeta de esta mesa!

Al escuchar la rotunda declaración de Spencer, que fue seguida de estruendosas carcajadas, Don Manuel, como Alguien ausente que ha escuchado Nada, pidió apresurado su cuenta a nuestro querido y reservado Mayordomo Abréu, y se marchó con cautela sin despedirse de nadie, con sus pequeños y vivaces pasos de inquisitiva avecilla metafísica que explora, provisoriamente, antes de emprender su vuelo vertical hacia lo alto, los banales misterios de la tierra... 

Mientras yo veía alejarse a Don Manuel del Cabral y sentía el pensamiento de Fernández Spencer bullente de espadas y de pájaros nerviosos a mi lado, pensé en un cuento del Malostranské povídky (Cuentos de Malá Strana) del gran escritor checo Jan Neruda.

(Curiosa, inquietante extrañeza kafkiana: Ana Ozema, mi abuela materna, me realfabetizó en las páginas del Malá Strana...)

El relato del checo cuyo apellido dio el seudónimo a nuestro Pablo de Chile y del mundo, se titula El señor Rysanek y el señor Schlegel. Narra, según recuerdo, la historia de dos hombres que en apariencia se odiaban minuciosa y profundamente. Estos personajes se reunían casi todos los días en una concurrida fonda de la Praga del siglo XIX, en el popular barrio conocido como Malá Strana, y ocupaban mesas próximas desde las cuales se dirigían, en voz alta y de modo reiterado, implícitos ataques personales. Sin embargo, al morir uno de ellos, poco tiempo después muere también el otro, derrotado evidentemente por la ausencia de su adversario favorito... 

Jacques Lacan, el gran psicoanalista francés, persiguiendo las huellas laberínticas del amor transferencial, denomina hainamoration -enamorodiación, enamorodiamiento- a esa intrincación enigmática del amor y del odio.

¿Verdad última o agujero terrible de todo Gran Amor?... 

 

  Armando Almánzar Botello
  18 de Junio de 2010
  Santo Domingo, R.D. 

1 comentario:

Pedro Henríquez Ureña Research Center dijo...

¡Tremendo...!, y de un gusto de nueva erudición(contra el sentido de la estética romántica y del relato que desplaza la historia); que integra la yoidad y el espíritu de la época-tu trabajo-, causando un interés desmedido en el lector y un goce de ritmo vitalista .