jueves, 18 de octubre de 2012

FRAGMENTOS DE UN DIARIO ELECTRÓNICO


"Delira en su prosodia New York y el cuarto abierto.
Desliza ideogramas por el piercing de su vientre y
la cima de su insomnio…
¡Central Park en mi ventana!
" A.A.B. 





Por Armando Almánzar-Botello



Miércoles

[...] En Nueva York, el ritmo del subway, de los autos y de la ciudad toda, se te mete en el cuerpo y terminas acoplando tu velocidad visceral y anímica a la gran maquinaria que conforman el colosal y policéntrico paisaje citadino, la danza de los rostros anónimos, la diversidad insólita de los fenotipos y culturas, los puntos y comas del párrafo brutal que constituye la fascinación de cada día en la historia de una ciudad cuyo destino te parece siempre que oscila, de un modo asombroso, paradójico, entre un Paraíso y un Infierno desacralizados, hechos a la medida de los "hombres huecos del siglo XXI", como hubiese dicho T. S. Eliot. 

La ciudad de Nueva York es un texto que padece "infinitud potencial". Hay un riesgo deletéreo para el que se sumerge en ella: perder el alma y convertirse en un "punto dígito en la topografía de la desesperación" —como me parece que dijo alguna vez Henry Miller—, en un coágulo de soledad sin lugar fijo en la anatomía urbana. ¡O simplemente pensar que ha encontrado la ciudad perfecta para vivir en estado permanente de iluminación, maravilla, frivolidad y catástrofe!

Por suerte, existen aquí oasis imprevistos de belleza, de dolor y de placer estéticamente orientados que te salvan del hundimiento definitivo en el abismo del sinsentido, el delirio en bruto y la fragmentación. 

Una parte importante de dichos espacios o experiencias de redención la conforman ciertas calles, olores y edificios como salidos de un sueño de tu infancia y que te reconcilian con el mundo, algunos encuentros fortuitos, mágicos, con seres extraños —insospechada fauna de fosforescencia discreta que transita o fluye por las calles y duerme en cualquier banco frío de parque o en hoteles de paso—; ciertos estados de conciencia que parecen asaltarte al escuchar los sonidos de un pájaro carpintero en un árbol próximo a la ventana de tu cuarto... ¡Y los Museos de Arte!...

Tengo la música disonante, aleatoria, heterofónica de la ciudad de Nueva York metida en el cuerpo: consonancias y disonancias a lo John Cage; conjunciones y disyunciones al modo de la escritura de William Burroughs, al ritmo del Jazz de Sonny Rollins o de Joshua Redman ... Chirridos de bielas, fragor de motores, humaredas que ascienden lentamente bajo la tenue llovizna que cae sobre un pavimento coloreado por el neón, el deseo y los sueños. Sensación de que algo indefinible acecha, agazapado en cualquier muro, y todavía no salta sobre ti…

Una maquinaria centelleante llena de rumores y silencios, de luces y de sombras, la ciudad... y llena, no obstante, de tu cuerpo lejano de mujer pero casi palpable para mí, y de tu maravillosa, múltiple, inagotable presencia que se alza por encima de los rascacielos de Nueva York, para nadar desnuda como una divinidad sorprendida por un aire de infinito luminoso todavía más alto que todo lo alto...

Poema plural tú, jardín amado, seguido por el perfume ritual de otros jardines iguales a ti en su misterio: séquito abismal de ti misma reflejado en las vitrinas resplandecientes de los comercios en los que venden la última “tableta electrónica”... Casi te alucino por las calles presurosas. Me vuelvo… ¡y ya no estás!... juega tu recuerdo conmigo al escondite irradiado en los espejos. Pero al fin te resuelves en la unidad perfecta de un latido anticipado igual a tu palabra, anhelante, y escucho al fin tu voz de pulpa melodiosa en mi teléfono celular...          
—¡Hola, mi amor!...

Como ayer te había dicho que lo haría, hoy he visitado nuevamente al MoMA (The Museum of Modern Art). Allí he refrescado la memoria visual de tu presencia con peces de Matisse y luego, por las calles, con los trazos del viento entre los plátanos…

Picasso, Dalí, De Chirico, Cézanne, Kandinski, de Kooning, Gorky, Pollock, Rothko... acompañan la magia coral de los encuentros… ¡Eres incesante caminando de mi brazo en el recuerdo!…

¡Y pensar que llega casi la gran "Exposición Centenario de Francis Bacon" en el Metropolitan!

¡Y la breve pieza teatral de Samuel Beckett que tú y yo amamos tanto, aparece para mí, prodigiosamente, la próxima semana en off Broadway!
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En Nueva York ahora llueve, llueve, llueve... Miro la luz del amanecer a través de la ventana de mi cuarto en el piso 19 de Queens (apartamento de mi Tía Maricusa). Más que final de primavera y principio de verano, hoy parece un día otoñal desfalleciente... Y pienso mucho en ti, Odelia... Luego te escribo con más precisión, con menos devoción por el fragmento… Dentro de un mes, si consigo algo más de dinero, me encontraré de nuevo en Santo Domingo… 


Viernes
11:30 de la noche 

Precisamente ayer, con mi amigo William, llegué hasta Coney Island Station, en Brooklyn, movido por una espesa nostalgia de bruma escrita, vivida hace años, secretamente literaria…. 

Hoy, justo a mi llegada a Nueva York procedente de New Jersey, Plainfield, a eso de las seis y treinta de la tarde —viajé allá por la mañana a visitar a unos familiares—, no me explico el porqué, al desmontarme del autobús me sentí profundamente extraño...

Antes de salir de Plainfield me había tomado todos mis medicamentos cardiovasculares y ansiolíticos. No había ninguna causa evidente que explicara mi aguda sensación de extrañeza.

Llegado el momento justo, abordé el tren que me podía conducir a Queens, el "E". No obstante, como guiado por una fuerza imponderable, secreta y poderosa, me desmonté automáticamente en la parada equivocada y vagué sin rumbo por la estación del subway a la altura de la Séptima Avenida.

Algo desconocido en mí decidió conducirme como un sonámbulo por calles que no recordaba haber visitado nunca en Manhattan. Me perdí, de modo textual, en la muchedumbre.

Envuelto en el rumor del gentío que desbordaba las plazas y aceras y creaba, literalmente, corrientes turbulentas de cuerpos humanos que se desplazaban como vectores delirantes hasta por las mismas calzadas de las calles, me olvidé de mi nombre, de los contornos netos de mi cuerpo, de mi identidad y de mi origen. No recordaba la razón, si la había, por la que me arrastraba lleno de una extraña energía empática, simbiótica, confundido con ese oleaje de seres desconocidos y de nacionalidades diversas. Entonces, Yo fue Nadie: Un par de negras zapatillas vacías, sin ninguna persona dentro, vagando por las calles de una geografía urbana más que real, quizá alucinada...

Lleno de un indescriptible estupor vagué casi dos horas entre el gentío monstruoso...

Y entonces, súbitamente, comprendí la palabra "aullido". Y vi, fijo en mi conciencia, con esa lucidez terrible que sólo pocas veces he sentido —únicamente en estados de conciencia profundamente alterados por la droga, la meditación o por las frías llamaradas del delirio—, el cuadro conocido como "El Grito", del gran pintor noruego Edvard Munch...

Creo que tuve, en la experiencia inefable de un radical desamparo, una cierta entrevisión de la condición humana y su trágico destino, vivencia colindante con la iluminación místico-poética de la deriva neo-situacionista de un Cyborg Postmoderno ... o relacionada, simplemente, con la locura y su obstinada lengua de azul acetileno...

Cuando regresé a mi estado conciente habitual, me sorprendí, bañado en frío sudor, hablando sobre la peligrosa situación del Medio Oriente con un hindú desconocido, en mal inglés y en una calle anónima de un Manhattan transfigurado que me recordaba las pinturas apocalípticas de Hieronymus Bosch con sus atardeceres oscuros rojo-sangre...

A duras penas, pero reconciliado al fin con lo Real, abordé el tren de nuevo y me dirigí a la estación de Woodhaven Boulevard, para retornar a Roosevelt Avenue, en Queens.

Creo que fue así, no estoy seguro de mi recorrido, pero llegué a casa justo cuando mi primo, preocupado, llamaba por teléfono a unos amigos comunes preguntándoles por mi paradero...

Había estado yo el día completo explorando los abismos de la Gran Urbe... Al día siguiente, volví por octava vez (iría en total unas dieciocho) a la exposición del Metropolitan Museum con motivo del centenario del nacimiento de Francis Bacon...

Cada día me confirmo más en mi presunción a lo Philip K. Dick de que la realidad es un mero ensamblaje de utilería, una territorialidad delirada en la que unos viven y otros mueren; en la que ciertos innombrables programan secretamente los hechos, y otros taciturnos o llenos de candor los disfrutan o padecen….

Por cierto, Odelia, ayer en la mañana, un homeless amigo me regaló el dinero suficiente para comprar nuestros anillos de matrimonio [...]



Copyright 2009 © Armando Almánzar-Botello
Nueva York, Estados Unidos de Norteamérica.

1 comentario:

irina maribel dijo...

¡¡Me ha fascinado, Armando!!