"El concepto de amor debería considerarse aquí en su sentido paulino [San Pablo]: el 'dominio de la pura violencia', el dominio fuera de la ley (poder legal), el dominio de una violencia que ni se funda en la ley ni se sostiene en la ley, es el dominio del amor." Slavoj Žižek
Por Armando Almánzar-Botello
“La postura postmetafísica a favor de la mera supervivencia de los últimos hombres [en el sentido nietzscheano de los hombres del nihilismo reactivo-pasivo característicos del sistema capitalista en su fase tardo-moderna] termina siendo un espectáculo anémico de una vida que se arrastra como su propia sombra. En esta perspectiva deberíamos evaluar el creciente rechazo a la pena de muerte que observamos hoy: lo que deberíamos poder discernir es la “biopolítica” oculta que sustenta este repudio. Aquellos que afirman el “carácter sagrado de la vida” y la defienden contra la amenaza de los poderes trascendentes que parasitan sobre ella terminan ofreciéndonos un “mundo supervisado en el cual viviremos sin dolor, seguros y tediosamente", un mundo en el cual, en defensa de su objetivo oficial —una larga vida placentera— todos los placeres efectivos están prohibidos o estrictamente controlados (tabaco, drogas, comida…). “Rescatando al soldado Ryan”, de Spielberg, es el ejemplo más acabado de esta actitud ante la muerte, de valorar la supervivencia a cualquier precio. Con su presentación “desmitificadora” de la guerra como una matanza sin sentido que nada puede justificar, realmente está ofreciendo la mejor justificación posible para la doctrina militar de “ninguna baja de nuestro bando” defendida por Collin Powell.
En el mercado actual, encontramos una serie completa de productos privados de sus propiedades dañinas: café sin cafeína, crema sin grasa, cerveza sin alcohol […] sexo virtual, que es el sexo sin sexo […] la doctrina de Collin Powell que es la guerra sin bajas (de nuestro bando, por supuesto) […] la política como arte de una administración experta, que es la política sin política […] el multiculturalismo liberal de hoy que se presenta como una experiencia del Otro privado de su Alteridad […] La realidad virtual sencillamente generaliza este procedimiento de ofrecer un producto privado de su sustancia, del núcleo duro resistente de lo Real… ¿No es esta la actitud hedonista del Último Hombre?” CIERRO LA CITA. ( Slavoj Žižek, obra citada, Paidós, 2005, páginas 132-133)
A pesar de radiografiar cierta ideología pseudo-pacifista y genocida, oculta, eventualmente, bajo la apariencia de respeto a la “inviolabilidad de la vida humana”, Žižek distingue, en otro contexto de su pensamiento, entre una “suspensión política de la ética” que habla en nombre del orden establecido y de la moral codificada (correspondientes a los intereses exclusivos y excluyentes de grupos, estamentos o clases que traicionan así la vocación emancipatoria universalista de todo acto revolucionario auténtico), y una “suspensión política de la ética” que habla siempre en nombre del universalismo por venir, del “interés en el desinterés” de la pura justicia, sin dejar de reconocer el carácter conflictivo, problemático y antagónico de la misma estructura social en este mundo planetarizado, controlado por las oligarquías, las corporaciones transnacionales y el capital militar-financiero.
En ese contexto yo pienso, respaldado por el discurso de Slavoj Žižek, que la “violencia divina”, emancipatoria, revolucionaria, esa que menciona Walter Benjamin, no equivale a la violencia segura del poder constituido, avalada por el Gran Otro del Estado o del Partido, sino a la decisión ética tomada en responsable soledad (S. Žižek), sin garantías trascendentales, en ausencia de "catecismos" de grupo y de sustentación en la "moral pragmática” de los poderes fácticos.
No obstante, lo dicho anteriormente no implica un mero individualismo. Muy por lo contrario, comporta la descentralización y multiplicación de unas luchas que "segregan sobre la marcha sus propios mecanismos de marcación y regulación". Tampoco se niega la posibilidad de una cohesión programática en ciertos reclamos y reivindicaciones.
En este sentido, Žižek diferencia la “violencia emancipatoria” de las “violencias sagradas” en las que el sujeto pierde toda responsabilidad de su trance en un “passage a l’acte” patológico-asesino; pero también, la distingue de las violencias anárquicas como violencias puras o meramente terroristas, y de las múltiples violencias de la Razón de Estado, que incluyen, en sus notas extremas, el llamado terrorismo de Estado.
En ese sentido, pienso, como el Marqués de Sade, que el Estado nunca debe tener la potestad de administrar de modo absoluto la vida (y la muerte) de los ciudadanos. Aunque esta sea la vocación profunda del biopoder que se sirve del ordenamiento jurídico-penitenciario para sus propios fines.
Entiendo que el Estado no debe poder aplicar la pena de muerte, tanto por las razones expuestas por los llamados humanistas ilustrados y neo-humanistas (Voltaire, Hugo, Jean Jaurès, Camus, Julia Kristeva: ausencia de real poder disuasivo de dicha pena capital, violación de valores morales, etc.), como también por el hecho de que al justificar la “pena de muerte oficial”, colocamos en manos de un aparato impersonal, frío, aséptico, burocrático, lo que sólo se podría explicar, aunque no legitimar, como una decisión “ciega” de sujetos pasionales en el trance afectivo de su radical problematicidad.
No confiero con ello legitimidad, ni mucho menos, a la “vendetta privada” sino a la responsabilidad absoluta de cada sujeto frente al otro amenazante y/o sufriente.
Reiteramos: ¡No negamos la necesidad ético-práctica de contener y castigar por medio del Estado al criminal común, sino que sencillamente nos oponemos a la aplicación de la pena de muerte!
Una cosa es la eventual violencia asesina de los familiares y relacionados de la víctima, movidos, como hemos dicho, por pasiones y estados pulsionales, y otra, muy distinta, la intervención “higienizada” e “higienizante” del Estado.
Precisamente por la necesaria falta de ciegos impulsos emocionales, descontrolados y personalizados, en los protocolos y decisiones de la Justicia Oficial —asepsia de funcionamiento que idealmente se presupone como el “modus operandi” que debe orientar las ejecutorias del aparato judicial-penitenciario de un Estado—, esta no se debería arrogar el derecho de disponer de la vida de un sujeto particular, aunque dicho sujeto, coyunturalmente, pueda constituir, para su sociedad, la "encarnación misma del crimen y el horror".
¡Nunca un ser humano se reduce a la mera condición de “síntoma a eliminar”, simple “basura” o desecho, aunque haya cometido el mayor de los crímenes! Esa “basura”, ese “desecho”, como la locura misma, es la condición límite de nuestra libertad como sujetos pasionales y ofrece testimonio de nuestra condición humana en su complejidad radical.
El criminal asesino es un ser humano, es decir, (in)humano, que ha cometido una ominosa violación de las reglas y principios de convivencia y al que se debe castigar con el encierro (aunque fuere a cadena perpetua), pero contemplando la posibilidad de librarlo en dicho encierro a la consciencia dolorosa de su responsabilidad-deuda con miras a su posible… o imposible rehabilitación.
Esto se ha dicho en reiteradas ocasiones: El encierro del asesino es una medida más “edificante”, en términos ético-morales, que sumar un crimen a otro con la mera eliminación física del criminal.
Además, aceptando la pena de muerte administrada por el Estado reforzamos el mito opresivo de la unidad-totalidad-verdad, que utiliza la Razón de Estado para doblegar y silenciar la diferencia y el conflicto con miras a un intento de pacificación universal y violenta que deja intactas las estructuras de dominio y las injusticias sistémicas.
El mantenimiento en prisión de la vida del criminal, el gasto “suntuario” que representa para la colectividad la manutención de un sujeto que, además de haber violado la vida de otro(s) podría, eventualmente, no ser apto para su reinserción en la vida societal, constituye el gran escándalo: precisamente, la base reprimida, oculta, que confiere legitimidad al Contrato Social, la (des)medida misma de lo humano en sus posibilidades excesivas de “don” sin cálculo, de imparcialidad como exceso y justicia: un impartir justicia no sometido a la circularidad fiduciaria de la mera Ley del Talión.
Con el encierro del culpable por un tiempo proporcional a la gravedad de su crimen, debe quedar resarcido el daño social y satisfecho el reclamo de justicia de los afectados por la acción del asesino.
Nuestro rechazo a la pena de muerte aplicada por el Estado no implica un rechazo a la violencia revolucionaria entendida como “economía de la violencia” : capacidad de transmutación de estructuras histórico-sociales por medio de la cual los sujetos en proceso subordinan a su potencia de afirmación-transformación vital de vocación universalista, la pura línea fría de abolición como simple destructividad y muerte anti-universalista que caracteriza al Orden Criminal del Poder Constituido.
El sujeto en proceso, eventualmente, en el ejercicio ético-político de su libertad, puede asumir la decisión o el compromiso problemático de la confrontación radical con otros, pero ello desde la más absoluta y lúcida responsabilidad crítica, en su desamparo, relativo, frente a los destacamentos armados del poder constituido, y pensando siempre en la emancipación universal por venir (Žižek), no en el propio y simple beneficio personal o grupal.
En esa posición ético-política de necesaria conflictividad asumida, estriba el gran valor simbólico de hombres de la estatura de Ernesto “Che” Guevara, Manolo Tavárez Justo, Francisco Alberto Caamaño, Amaury Germán Aristy...
Temor y temblor de la decisión ética en el horizonte de la justicia, en la radical exposición a la vulnerabilidad o letalidad del otro —a su lado Cosa freudo/lacaniana, monstruosa por atípica y no específica, mas necesaria—, pero exposición activa al conflicto sin la garantía de un Dios, sin los avales necesarios de un Partido, un Estado, una Pandilla, y sin el "regateo criminal del Mercado" (Jacques Derrida), como instancias garantes, incitadoras o licitadoras de nuestros actos.
¿Es esta perspectiva un mero “idealismo” o el necesario ámbito problemático de la decisión ético-política en sus aristas más cortantes y radicales?
No obstante, debemos estar alertas frente al riesgo del terror fundamentalista en sus diferentes e insospechadas modalidades asesinas.
Este “desamparo” relativo del auténtico acto revolucionario, como suspensión política de la ética y como asunción de una eventual violencia emancipatoria, no comporta, por necesidad, la ausencia de líneas programáticas, la ingenuidad pueril del sacrificio estéril, ni la negativa a consumar alianzas estratégicas con sectores que aspiren a la transformación de las estructuras sociales con miras a una más intensiva realización de la justicia social.
© Armando Almánzar-Botello
Santo Domingo, República Dominicana.
Nos dice el filósofo esloveno Slavoj Žižek en su obra “El títere y el enano”:
“La postura postmetafísica a favor de la mera supervivencia de los últimos hombres [en el sentido nietzscheano de los hombres del nihilismo reactivo-pasivo característicos del sistema capitalista en su fase tardo-moderna] termina siendo un espectáculo anémico de una vida que se arrastra como su propia sombra. En esta perspectiva deberíamos evaluar el creciente rechazo a la pena de muerte que observamos hoy: lo que deberíamos poder discernir es la “biopolítica” oculta que sustenta este repudio. Aquellos que afirman el “carácter sagrado de la vida” y la defienden contra la amenaza de los poderes trascendentes que parasitan sobre ella terminan ofreciéndonos un “mundo supervisado en el cual viviremos sin dolor, seguros y tediosamente", un mundo en el cual, en defensa de su objetivo oficial —una larga vida placentera— todos los placeres efectivos están prohibidos o estrictamente controlados (tabaco, drogas, comida…). “Rescatando al soldado Ryan”, de Spielberg, es el ejemplo más acabado de esta actitud ante la muerte, de valorar la supervivencia a cualquier precio. Con su presentación “desmitificadora” de la guerra como una matanza sin sentido que nada puede justificar, realmente está ofreciendo la mejor justificación posible para la doctrina militar de “ninguna baja de nuestro bando” defendida por Collin Powell.
En el mercado actual, encontramos una serie completa de productos privados de sus propiedades dañinas: café sin cafeína, crema sin grasa, cerveza sin alcohol […] sexo virtual, que es el sexo sin sexo […] la doctrina de Collin Powell que es la guerra sin bajas (de nuestro bando, por supuesto) […] la política como arte de una administración experta, que es la política sin política […] el multiculturalismo liberal de hoy que se presenta como una experiencia del Otro privado de su Alteridad […] La realidad virtual sencillamente generaliza este procedimiento de ofrecer un producto privado de su sustancia, del núcleo duro resistente de lo Real… ¿No es esta la actitud hedonista del Último Hombre?” CIERRO LA CITA. ( Slavoj Žižek, obra citada, Paidós, 2005, páginas 132-133)
A pesar de radiografiar cierta ideología pseudo-pacifista y genocida, oculta, eventualmente, bajo la apariencia de respeto a la “inviolabilidad de la vida humana”, Žižek distingue, en otro contexto de su pensamiento, entre una “suspensión política de la ética” que habla en nombre del orden establecido y de la moral codificada (correspondientes a los intereses exclusivos y excluyentes de grupos, estamentos o clases que traicionan así la vocación emancipatoria universalista de todo acto revolucionario auténtico), y una “suspensión política de la ética” que habla siempre en nombre del universalismo por venir, del “interés en el desinterés” de la pura justicia, sin dejar de reconocer el carácter conflictivo, problemático y antagónico de la misma estructura social en este mundo planetarizado, controlado por las oligarquías, las corporaciones transnacionales y el capital militar-financiero.
En ese contexto yo pienso, respaldado por el discurso de Slavoj Žižek, que la “violencia divina”, emancipatoria, revolucionaria, esa que menciona Walter Benjamin, no equivale a la violencia segura del poder constituido, avalada por el Gran Otro del Estado o del Partido, sino a la decisión ética tomada en responsable soledad (S. Žižek), sin garantías trascendentales, en ausencia de "catecismos" de grupo y de sustentación en la "moral pragmática” de los poderes fácticos.
No obstante, lo dicho anteriormente no implica un mero individualismo. Muy por lo contrario, comporta la descentralización y multiplicación de unas luchas que "segregan sobre la marcha sus propios mecanismos de marcación y regulación". Tampoco se niega la posibilidad de una cohesión programática en ciertos reclamos y reivindicaciones.
En este sentido, Žižek diferencia la “violencia emancipatoria” de las “violencias sagradas” en las que el sujeto pierde toda responsabilidad de su trance en un “passage a l’acte” patológico-asesino; pero también, la distingue de las violencias anárquicas como violencias puras o meramente terroristas, y de las múltiples violencias de la Razón de Estado, que incluyen, en sus notas extremas, el llamado terrorismo de Estado.
En ese sentido, pienso, como el Marqués de Sade, que el Estado nunca debe tener la potestad de administrar de modo absoluto la vida (y la muerte) de los ciudadanos. Aunque esta sea la vocación profunda del biopoder que se sirve del ordenamiento jurídico-penitenciario para sus propios fines.
Entiendo que el Estado no debe poder aplicar la pena de muerte, tanto por las razones expuestas por los llamados humanistas ilustrados y neo-humanistas (Voltaire, Hugo, Jean Jaurès, Camus, Julia Kristeva: ausencia de real poder disuasivo de dicha pena capital, violación de valores morales, etc.), como también por el hecho de que al justificar la “pena de muerte oficial”, colocamos en manos de un aparato impersonal, frío, aséptico, burocrático, lo que sólo se podría explicar, aunque no legitimar, como una decisión “ciega” de sujetos pasionales en el trance afectivo de su radical problematicidad.
No confiero con ello legitimidad, ni mucho menos, a la “vendetta privada” sino a la responsabilidad absoluta de cada sujeto frente al otro amenazante y/o sufriente.
Reiteramos: ¡No negamos la necesidad ético-práctica de contener y castigar por medio del Estado al criminal común, sino que sencillamente nos oponemos a la aplicación de la pena de muerte!
Una cosa es la eventual violencia asesina de los familiares y relacionados de la víctima, movidos, como hemos dicho, por pasiones y estados pulsionales, y otra, muy distinta, la intervención “higienizada” e “higienizante” del Estado.
Precisamente por la necesaria falta de ciegos impulsos emocionales, descontrolados y personalizados, en los protocolos y decisiones de la Justicia Oficial —asepsia de funcionamiento que idealmente se presupone como el “modus operandi” que debe orientar las ejecutorias del aparato judicial-penitenciario de un Estado—, esta no se debería arrogar el derecho de disponer de la vida de un sujeto particular, aunque dicho sujeto, coyunturalmente, pueda constituir, para su sociedad, la "encarnación misma del crimen y el horror".
¡Nunca un ser humano se reduce a la mera condición de “síntoma a eliminar”, simple “basura” o desecho, aunque haya cometido el mayor de los crímenes! Esa “basura”, ese “desecho”, como la locura misma, es la condición límite de nuestra libertad como sujetos pasionales y ofrece testimonio de nuestra condición humana en su complejidad radical.
El criminal asesino es un ser humano, es decir, (in)humano, que ha cometido una ominosa violación de las reglas y principios de convivencia y al que se debe castigar con el encierro (aunque fuere a cadena perpetua), pero contemplando la posibilidad de librarlo en dicho encierro a la consciencia dolorosa de su responsabilidad-deuda con miras a su posible… o imposible rehabilitación.
Esto se ha dicho en reiteradas ocasiones: El encierro del asesino es una medida más “edificante”, en términos ético-morales, que sumar un crimen a otro con la mera eliminación física del criminal.
Además, aceptando la pena de muerte administrada por el Estado reforzamos el mito opresivo de la unidad-totalidad-verdad, que utiliza la Razón de Estado para doblegar y silenciar la diferencia y el conflicto con miras a un intento de pacificación universal y violenta que deja intactas las estructuras de dominio y las injusticias sistémicas.
El mantenimiento en prisión de la vida del criminal, el gasto “suntuario” que representa para la colectividad la manutención de un sujeto que, además de haber violado la vida de otro(s) podría, eventualmente, no ser apto para su reinserción en la vida societal, constituye el gran escándalo: precisamente, la base reprimida, oculta, que confiere legitimidad al Contrato Social, la (des)medida misma de lo humano en sus posibilidades excesivas de “don” sin cálculo, de imparcialidad como exceso y justicia: un impartir justicia no sometido a la circularidad fiduciaria de la mera Ley del Talión.
Con el encierro del culpable por un tiempo proporcional a la gravedad de su crimen, debe quedar resarcido el daño social y satisfecho el reclamo de justicia de los afectados por la acción del asesino.
Nuestro rechazo a la pena de muerte aplicada por el Estado no implica un rechazo a la violencia revolucionaria entendida como “economía de la violencia” : capacidad de transmutación de estructuras histórico-sociales por medio de la cual los sujetos en proceso subordinan a su potencia de afirmación-transformación vital de vocación universalista, la pura línea fría de abolición como simple destructividad y muerte anti-universalista que caracteriza al Orden Criminal del Poder Constituido.
El sujeto en proceso, eventualmente, en el ejercicio ético-político de su libertad, puede asumir la decisión o el compromiso problemático de la confrontación radical con otros, pero ello desde la más absoluta y lúcida responsabilidad crítica, en su desamparo, relativo, frente a los destacamentos armados del poder constituido, y pensando siempre en la emancipación universal por venir (Žižek), no en el propio y simple beneficio personal o grupal.
En esa posición ético-política de necesaria conflictividad asumida, estriba el gran valor simbólico de hombres de la estatura de Ernesto “Che” Guevara, Manolo Tavárez Justo, Francisco Alberto Caamaño, Amaury Germán Aristy...
Temor y temblor de la decisión ética en el horizonte de la justicia, en la radical exposición a la vulnerabilidad o letalidad del otro —a su lado Cosa freudo/lacaniana, monstruosa por atípica y no específica, mas necesaria—, pero exposición activa al conflicto sin la garantía de un Dios, sin los avales necesarios de un Partido, un Estado, una Pandilla, y sin el "regateo criminal del Mercado" (Jacques Derrida), como instancias garantes, incitadoras o licitadoras de nuestros actos.
¿Es esta perspectiva un mero “idealismo” o el necesario ámbito problemático de la decisión ético-política en sus aristas más cortantes y radicales?
No obstante, debemos estar alertas frente al riesgo del terror fundamentalista en sus diferentes e insospechadas modalidades asesinas.
Este “desamparo” relativo del auténtico acto revolucionario, como suspensión política de la ética y como asunción de una eventual violencia emancipatoria, no comporta, por necesidad, la ausencia de líneas programáticas, la ingenuidad pueril del sacrificio estéril, ni la negativa a consumar alianzas estratégicas con sectores que aspiren a la transformación de las estructuras sociales con miras a una más intensiva realización de la justicia social.
© Armando Almánzar-Botello
Santo Domingo, República Dominicana.
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